Se trata de la primera pista para intentar ser de otra manera y rescatar de las tinieblas y el dogmatismo el código de los muertos que todavía rige el destino de miles de millones de personas. ¿Cuántos años serán precisos para que las pautas configuradas para situaciones tribales de hace miles de años den paso a sugerencias más adecuadas a unos humanos que acaban de triplicar su esperanza de vida y no saben qué hacer con sus 40 años de vida redundante?A finales de los años 50 tuve la suerte –con apenas 20 años– de saber inglés. Podía haber sido traductor en la Organización Internacional de Trabajo (OIT) en Ginebra, Suiza. Me negaron el puesto por una razón que no tenía nada que ver con mis dotes lingüísticas, o por mi falta de ellas. Tenía un hermano menor que ya era funcionario en la sección de Presupuestos de la OIT. Hoy en día nadie se fija en esto, aunque este código particular tenía su razón de ser, probablemente, para evitar que los intereses familiares o tribales interfirieran con el cometido objetivo del trabajo o institución pertinente. Se trata de una prescripción de los antiguos que hemos considerado inútil y que hemos preferido aniquilar. Con razón o sin ella. Hay otros códigos, en cambio, a los que no hemos renunciado ni por asomo. Una de las primeras cosas que descubrimos –hace nada menos que 400 años, pero como si no– es que ni el planeta ni nosotros mismos somos el centro del universo; andamos subidos a 250 kilómetros por segundo en un planeta de una estrella mediana en la parte exterior de uno de los billones de galaxias existentes. Y, no obstante, ¿cuántas personas siguen creyéndose que son no sólo el centro del universo, sino el ombligo del mundo? Nos ha costado más todavía –una mayoría de los habitantes de la Tierra sigue creyendo lo contrario– aceptar que es muy difícil detectar cualquier atisbo de propósito o intención en la historia de la evolución. En la perspectiva del tiempo geológico, ¿hay otra manera de medir el tiempo? Somos la última gota de la última ola del inmenso océano cósmico. Ni es seguro que hayamos salido de la era de los artrópodos ni está cantado que las bacterias no nos sobrevivan con sus artilugios para medrar en el tiempo y el espacio. De momento hay mayor número de ellas en nuestra boca que habitantes en Nueva York. Descubriendo por qué somos como somos constatamos que, muy probablemente, los graznidos fueran la primera muestra de comunicación verbal; que a ellos sucediera la música; a ésta, el lenguaje, que o bien era casi innato o bien crecía como un órgano del cuerpo. La culminación de este proceso fue la escritura que, desde hace unos 4.000 años, introdujo el compromiso, la señal indeleble de una voluntad que permitió modular la convivencia social. Pero el análisis del origen del lenguaje ha permitido matizar que no siempre sirvió para entenderse, sino para confundirse y que su impacto es menor que el lenguaje corporal.
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